Fundación de la Danza "Alicia Alonso" ISSN-e: 1989-9017
Fundación de la Danza "Alicia Alonso" ISSN-e: 1989-9017

Prostitución, pintura y patriarcado: La Ópera de París en el siglo XIX

“El hombre que tiene deseos pervertirá a tus hijas y a tus sirvientas…sembraría discordia en tu hogar” 

(Parent Duchâtelet en Corbin, 1990, p. 5).

JUDIT GALLART

Doctora en Artes Visuales y Educación por la Universidad de Granada. 

Le client sérieux – Edgar Degas (1879) 31.3 x 23.1 cm; plate: 21 x 15.9 cm. National Gallery of Canada

Resumen: Este trabajo presenta un análisis de carácter historiográfico con el objetivo de estudiar la situación vivida tanto en la escuela como en la compañía de ballet de la Ópera de París donde las bailarinas sucumbieron a la prostitución en beneficio de la propia institución, así como de los abonados de la misma. Mediante una revisión bibliográfica conformada por artículos académicos, periodísticos, libros y documentales, el trabajo se centra cronológicamente en el siglo XIX, principalmente en la segunda mitad, mientras que geográficamente se ubica en Francia. A través de una mirada feminista y desde los estudios de género, la realidad de la Ópera se pondrá en paralelo con el auge de la prostitución vivido en la Francia del Romanticismo y cómo esta situación atrajo a multitud de artistas para ser representada por medio de novelas y cuadros. En concreto, se analizará la relación de Edgar Degas con las bailarinas de la Ópera mediante una selección de obras concretas y profundizando en torno a la realidad plasmada por el artista. 

Palabras Clave: Estudios de Género, Ballet, Estudios de Danza, Feminismo, Patriarcado, Prostitución.

Abstract: This paper presents an historiographic analysis with the aim of studying the situation experienced both in the school and, in the company of the Paris Opera where dancers succumbed to prostitution for the benefit of the institution itself, as well as its subscribers. Through a bibliographic review made up of academic and, newspaper articles, books and, documentaries, this paper takes a chronological look at the Nineteenth Century, mainly at the second half, while geographically it is located in France. Through a feminist and, gender studies perspective, the Opera´s reality will take parallel with the raise of prostitution in France during Romantic period and, how this situation attracted a multitude of artists to represent it through novels and paintings. Specifically, Edgar Degas´ relationship with the Opera´s ballerinas will be analysed through a specific selection of artworks and, delving into the reality captured by painter.

Key Words: Gender Studies, Ballet, Dance Studies, Feminism, Patriarchy, Prostitution.

INTRODUCCIÓN

Durante el crudo siglo XIX, muchas familias de clase baja y con escasos recursos económicos se aferraban a la oportunidad de poder otorgar a sus hijas un futuro alejado de la pobreza. La Ópera de París estaba conformada en aquel entonces por tres escuelas, una dedicada a la formación vocal, otra a la formación instrumental y la última a la formación dancística, siendo las tres completamente gratuitas para sus estudiantes ya que la institución no sólo se financiaba mediante dinero público, sino que también recibía incentivos desde el ámbito privado. 

Las admisiones a la escuela de danza se realizaban a niñas con edades comprendidas entre los siete y los diez años y bajo la decisión y el juicio de los maestros, así como del director de la escuela, pero excepcionalmente se aceptaba a niñas que estuvieran fuera de este rango de edad siempre y cuando hubieran realizado previamente estudios en danza clásica. La intención consistía en ofrecer a estas jóvenes promesas la mejor formación posible para que posteriormente pasaran a formar parte del corps de ballet del Ballet de la Ópera y así obtener un contrato laboral tras haber dedicado años a la realización de un exigente entrenamiento de carácter militarista y superado exitosamente los exámenes de la escuela.

Por aquel entonces, la Ópera de París tenía una marcada jerarquización interna que se ha mantenido hasta nuestros días al clasificar a los bailarines en cinco categorías: primer o segundo cuadrilla (designación para los miembros del cuerpo de baile), corifeo (solista menor), solista, primer bailarín y finalmente los conocidos como Étoiles, quienes optan a dicho reconocimiento tras la nominación del director de la Ópera y mantienen esta honorífica titulación incluso después de haber alcanzado la jubilación. En la base de la pirámide se encontraban las petite rats, como se conoció a las estudiantes de la escuela a partir de los escritos de Gautier en su obra Le Rat metaforizando el modo en que estas “hambrientas y paupérrimas niñas se trasladaban de un lugar a otro dentro de la Ópera royendo todo lo que encontraban a su paso” (Deirdre, 2012, p. 55). Entrenaban una media de diez horas diarias durante seis días a la semana para recibir tan sólo un incentivo de dos francos al día (Serena, 2017). De hecho, la profesión de la bailarina era de las pocas en las que una mujer podía llegar a ganar la misma cantidad de dinero que un hombre o incluso superarla. Sin embargo, a comienzos del siglo XIX, el mercado francés estableció que los ingresos de la mujer simbolizaban un suplemento para la economía familiar, mientras que el encargado de sustentar a la familia debía ser el hombre, por lo que los salarios de los bailarines se vieron modificados en base a estas ideas (Dawson, 2006, p. 11).

No obstante, tras graduarse en la escuela, el primer puesto al que los bailarines podían acceder se encontraba en el corps de ballet, lo que suponía que la situación económica de los intérpretes no mejoraría demasiado ya que los miembros de esta categoría obtenían un salario de unos 80 francos mensuales, al cual se debía restar el dinero que destinaran para pagar las zapatillas y la indumentaria que la institución les exigía para los ensayos. Debido a esta precariedad económica, muchas bailarinas se veían obligadas a prostituirse, una situación que la Ópera les facilitaba.

Ilustración 1. L´Etoile (1878) Fuente: Silvia Sánchez

LA PROSTITUCIÓN EN LA FRANCIA DEL SIGLO XIX

En la Francia del Romanticismo comenzó a despertarse un ideal de carácter burgués que abrazaba a la poligamia social y que convirtió a la París de la Belle Époque en un punto de encuentro para el amor carnal. En 1867, con motivo del International Medical Congress celebrado en París, los médicos comenzarían a relacionar la sífilis con la prostitución, motivo por el cual, la prostituta fue tachada como una amenaza para la salud pública (Corbin, 1990). Algunos teóricos como Parent-Duchâtelet, afirmaron que la prostitución constituía una práctica necesaria para la población pues contribuía al mantenimiento del orden y la armonía social. “El hombre que tiene deseos pervertirá a tus hijas y a tus sirvientas…sembraría discordia en tu hogar” (Ibíd, p.5). Un “mal necesario” que repercutiría en el mantenimiento de una sociedad patriarcal bajo la cual, las mujeres de las clases más altas pudieran sentirse seguras ya que no se verían amenazadas por los instintos primarios del hombre. Dunne afirma que el `regulacionismo´ ineficaz como profilaxis venérea, era tanto una estructura como un discurso de dominación de clase y género (Dunne, 1994). Sobra decir que la prostitución suponía un oficio cuya practica se encontraba ejercida por parte de las clases sociales subalternas, denominadas por Frégier como “clases peligrosas” o “clases viciosas”, las cuales se relacionaban con la temida sífilis (Íbid). Esta cuestión pondría sobre la mesa la necesidad de crear una distancia mayor entre los individuos pertenecientes a distintas clases sociales debido al temor hacia la pérdida de las buenas formas burguesas, pues la prostituta era entendida como un sujeto infantil e inmaduro que rechazaba el trabajo para dedicarse a sus propios placeres; así como hacia el lesbianismo, asociado a las clases viciosas y que suponía a su vez una amenaza para la moralidad del comportamiento sexual femenino (Corbin, 1990). 

El siglo XIX fue testigo del auge de la prostitución en Francia, lo que provocó que el país tomara medidas para regular con minuciosidad el oficio que lo había convertido en el burdel más grande de Europa. No sólo la preocupación social entorno a la prostitución supuso el motivo para llevar a cabo una regulación sobre dicha práctica, sino también la aparición de la nueva disciplina científica conocida como hygiène publique. No obstante, resulta revelador el hecho de que el decreto por el cual se ordenaba que las prostitutas fuesen registradas, así como sometidas a exámenes médicos semanales, fuera publicado el 11 de agosto de 1830, tan sólo un mes después de que Argelia capitulara ante las fuerzas francesas (Dunne, 1994), puesto que, los soldados franceses, frecuentaban a menudo los burdeles cuando gozaban de algunos días de descanso. De hecho, en 1893, la división de Argelia presentó el mayor índice de contagios de sífilis en la historia de la armada francesa. Esta relación de hechos permite pensar que, quizás, la regulación de la prostitución estuviera realmente motivada por un deseo de salvaguardar las fuerzas militares más que por un aparente propósito de protección hacia la salud pública.

Puesto que la prostitución era considerada tan necesaria como peligrosa, la regulación de la misma prometía disciplinar a las prostitutas con el objetivo de evitar los excesos de un oficio que conducía a la propagación de enfermedades. Desde la puesta en marcha de la ordenanza de 1830, las prostitutas fueron agrupadas en dos categorías: filles soumises y filles insoumises. Las primeras son aquellas prostitutas registradas, mientras que la segunda categoría corresponde a las mujeres que ejercían la prostitución de manera ilegal sin haberse registrado como prostitutas. Dentro de la primera categoría se agrupan las prostitutas asociadas a un burdel concreto (filles de maison), así como aquellas que ejercían la prostitución de manera independiente (filles en carte), curiosamente estas últimas habitualmente eran mucho más jóvenes que aquellas instaladas en burdeles. Entre los diferentes tipos de burdeles, las maisons de tolérance prometían establecerse como una meca para el placer burgués donde la discreción y el silencio reinaran en contraposición a las maisons de passé o las maisons de quartier, estas últimas destinadas para el consumo de la clase media y con una oferta menos exclusiva. Se encontraban ubicadas en los llamados quartiers réservés, zonas concretas alejadas de los barrios residenciales destinadas al consumo de la prostitución con el objetivo de evitar que las prostitutas deambularan por cualquier lugar, así como para ocultarlos frente a la vista de las mujeres francesas. 

No obstante, los quartiers réservés a menudo encubrían la prostitución ilegal. Muchas prostitutas evitaban el registro puesto que, si bien las filles insoumises en algún momento deseaban abandonar el oficio de la prostitución simplemente podían “desaparecer”, las filles soumises estarían condenadas a pasar el resto de sus días en una casa habitualmente basada en el modelo de los conventos (Corbin, 1990). Ser prostituta en Francia durante la época a la que nos referimos limitaba la vida de las mujeres dedicadas a este oficio en todos los sentidos. Las filles soumises no podían salir a la calle antes de las 7 pm ni después de las 10 pm, acudir al teatro sin haber obtenido un permiso, asomarse a las ventanas de su maison ni merodear cerca de los colegios, entre otras muchas prohibiciones que habitualmente variaban según la ciudad. En 1878, solamente en la ciudad de París se contabilizaron 3.991 prostitutas registradas (Íbid).

Si durante los exámenes médicos se descubría que una prostituta era portadora de sífilis o cualquier otra enfermedad venérea, esta era inmediatamente trasladada a Saint-Lazare, una suerte de prisión-hospital que no podría abandonar hasta que el jefe departamental considerase que la paciente en cuestión estaba totalmente curada, una opinión que debía ser confirmada por un segundo médico antes de levantar el internamiento que solía oscilar entre los diez días y los tres meses. Un estudio llevado a cabo por Maireau en el que participaron 135 prostitutas concluyó que, todas ellas, habían contraído la sífilis como tarde el segundo año en el que practicaron la prostitución (Íbid).

No obstante, la sociedad francesa mostraba actitudes opuestas hacia una mujer si se trataba de una prostituta, o si por el contrario había tenido la suerte de alcanzar el nivel de cortesana. Las mujeres que se dedicaban a la prostitución de manera clandestina sin estar registradas eran consideradas como el eslabón más bajo y sufrían el rechazo de la sociedad francesa cuando no eran encarceladas por ello, sin embargo, ser cortesana suponía una oportunidad para ascender socialmente. A las cortesanas o femmes galantes no se les pagaba con algo tan sustancial como el dinero, sino que recibían constantemente joyas, caballos de carreras o incluso apartamentos debido a que contaban con un protector. Esta figura era representada por hombres pudientes y a menudo aristócratas, pero en cualquier caso adinerados quienes supusieron un tema de fascinación para una clase alta que los despreciaba, pero que al mismo tiempo los observaba como un referente de moda y buen gusto (Willsher, 19 de septiembre de 2015). Incluso muchos teóricos que han estudiado en profundidad la prostitución francesa del siglo XIX, tales como Parent-Duchâtelet o Béraud, no contemplaban a la femme galante de la misma manera despectiva que a otro tipo de prostitutas. Para ellos, estas mujeres no suponían ningún tipo de amenaza social pues se trataba de mujeres respetadas que pagaban sus impuestos y disfrutaban de sus derechos como ciudadanas francesas (Corbin, 1990).

LA PROSTITUCIÓN INSTITUCIONALIZADA

Coetáneo al apogeo de la prostitución francesa del siglo XIX, el Jockey Club de París era un reconocido club social frecuentado por la élite parisina. Algunos de los miembros de este distinguido club se dedicaban a mantener relaciones sexuales con las bailarinas de la Ópera de París, así como a “intercambiárselas” y compartirlas entre ellos dentro de las instalaciones de la Ópera. “El turbio mundo entre bastidores de la Ópera se había convertido oficialmente en un lugar de prostitución institucionalizada” (Deirdre, 2012, p. 51). Resulta curioso que las maisons de tolérance más exclusivas de la ciudad estuvieran ubicadas en el distrito de la Ópera. De hecho, el Palais Garnier abrió sus puertas en 1875 tras el trágico incendio de la Salle Le Peletier en 1873, no sólo como ópera y espacio de exhibición artística, sino también como burdel.

Dentro de las instalaciones de este templo de la danza, se encontraba la conocida como Foyer de la Danse. La estancia contaba con una ornamentada decoración, así como con espejos ya que, en teoría, estaba destinada a ser un estudio donde las bailarinas realizaran sus ensayos y calentamientos antes de entrar a escena puesto que se encontraba ubicada detrás del escenario. Nada más lejos de las apariencias, ya que en realidad esta habitación servía como lugar de observación e interacción con las bailarinas para los abonnés o suscriptores tras el permiso concedido en 1831 por parte del administrador, Louis Véron (Moller, 2017). “Sólo aquellos que hayan pagado su derecho de estar allí y fueran aprobados por Véron, tenían permiso para entrar” (McCarren, 1998, p. 235). Como buen empresario, Véron trataba de satisfacer los deseos de su público, una audiencia que, es importante destacar, pertenecía a la alta sociedad francesa. Los suscriptores constituían un grupo conformado únicamente por hombres que pagaban para obtener el beneficio de satisfacer su fetiche voyerista y conocer a las jóvenes danzantes a las que posteriormente pedirían favores sexuales. No sólo las observaban dentro de estas cuatro paredes, sino que también se adjudicaban un lugar entre las bambalinas de la Ópera. De hecho, Corbin reconoce un cierto afán por el voyerismo entre la burguesía de la época relacionándolo con su interés por mantener la privacidad en todo momento (Corbin, 1990). Las mujeres de la época solían vestir una complicada y aparatosa indumentaria caracterizada por vestidos y faldas largas, sin embargo, las bailarinas se ataviaban con maillots ajustados con los que la figura resultaba completamente expuesta, así como con faldas más cortas donde las piernas quedaban al descubierto. Si bien la indumentaria de las danseuses había sido ideada para que los movimientos de los pies pudieran ser admirados en un sentido puramente estético y principalmente artístico, así como para facilitar el movimiento del cuerpo, en la época a la que nos referimos podía resultar altamente erótico el ver a una joven deslizándose por el estudio ataviada con tan poca tela. Dejando a un lado todos los delitos que estas prácticas constituirían hoy en día (abuso sexual, explotación sexual, etc.), resulta tan interesante como alarmante el tener conciencia de que estas acciones, durante los años en los que se llevaron a cabo, ni siquiera constituían un acto de pedofilia ni suponían ninguna clase de infracción ya que, de hecho, Francia había establecido en 11 años la edad de consentimiento sexual, la cual se modificaría en 1863 aumentado el rango de edad a los 13 años, y así se mantendría hasta la siguiente reforma que no se daría hasta 1945 (Moghaddam, 2020).

La Ópera se lucraba por medio de los incentivos que otorgaban los abonnés a la institución y consentía las actividades sexuales que estos llevaban a cabo con las bailarinas. Sin embargo, las conocidas como “madres”, es decir, las tutoras de las bailarinas (ya bien fueran sus madres, tías o hermanas), eran las cabecillas de toda esta tórrida trama.  “Escuché un sermón singular por parte de la madre de una artista a su hija”, escribe Louis Véron en sus memorias. “Ella le reprochaba una actitud muy fría hacia aquellos que la amaban. `¡Sé más amable, más tierna, más entusiasta! Si no lo haces por tu hijo, por tu madre, al menos hazlo por tu carro ´” (Véron, 1854, p. 273). El punto central de todo este asunto no consistía únicamente en prostituir a las pequeñas bailarinas a cambio de unas monedas, no, el verdadero objetivo para las madres residía en la búsqueda y el encuentro de un protector ya que, en la mayoría de los casos, el dinero que ganaran las petite rats serviría para mantener a toda la familia. “Él (el protector) le proporciona la defensa y el dinero necesario para que pueda avanzar en su carrera; ella (la bailarina) ofrece capital cultural, compañía y servicios sexuales a un precio que él puede pagar” (Dawson, 2006, p.2). Sin embargo, los bajos salarios a los que optaban las bailarinas una vez que entraban a formar parte de la compañía terminaban por obligarlas a vender sus cuerpos para poder subsistir, por lo que la prostitución no sólo la contemplaban las estudiantes de la escuela, sino que era una realidad para la mayor parte del elenco. En algunos casos, se buscaba ascender socialmente por medio del protector, es decir, ser alguien dentro de la élite francesa en una época en la que el estatus y las apariencias lo simbolizaban todo. Además, los suscriptores asumían un papel importante en la vida política y económica del país, por lo que gozaban de un eminente poder dentro de la Ópera debido al elevado capital que depositaban en ella, motivo por el cual podían llegar a intervenir a la hora de tomar decisiones a nivel interno, dictaminando las distribuciones de los papeles en las diferentes producciones o incluso sentenciando algunos despidos. No obstante, para la mayoría de las bailarinas, la prostitución representaba la única manera de poder vivir dignamente. “Ninguna bailarina que se precie tenía menos de tres amantes a la vez: uno por prestigio, otro por dinero y otro por amor” (Yung, 23 de julio de 2020). 

A su vez, no era algo extraordinario el que las danseuses acudieran a los ensayos completamente hambrientas hasta el punto de que los conserjes terminaban por ofrecerles sopa para evitar el desmayo. De hecho, algunas bailarinas acabaron muriendo de hambre debido a la extrema pobreza en la que se encontraban como fue el caso de Giuseppina Bozzacchi, conocida por su representación en el ballet Coppelia interpretando el papel de Swanhilda, el cual fue creado especialmente para ella por el coreógrafo Arthur Saint-Léon. Durante la guerra Franco-Prusiana, la Ópera se mantuvo cerrada, negando a su vez el salario a los bailarines, lo que provocó que Bozzacchi muriera de inanición el día de su decimoséptimo cumpleaños.

El listado de suscriptores que se aprovecharon sin ningún pudor de la delicada situación de las bailarinas es tan extenso como revelador en cuanto a las figuras que lo componen. Como afirma Camille Laurens en su libro La Petite Danseuse de Quatorze Ans, el célebre novelista francés Richard O´Monroy afirmaba cínicamente, “Tengo pasión por los principiantes, por las petite rats que aún viven en la pobreza. Me gusta ser el mecenas que descubre los talentos emergentes que, a pesar de los saleros y las manos rojas, adivina las curvas del futuro” (2017). Incluso el propio Napoleón III era tan asiduo a la Ópera que hasta tenía en sus instalaciones una habitación privada. Georges-Eugène Haussmann, un funcionario y diputado al que le fue otorgado el título de Barón por el emperador Napoleón III y que lideró el programa de reformas urbanísticas llevado a cabo en París, también solía dejarse ver por la Ópera e incluso llegó a convertirse en el protector de una de las bailarinas. Durante un tiempo, mantuvo una relación fuera de su matrimonio con Francine Cellier dejándola embarazada de una niña. Esta aventura perjudicó altamente al estatus del Barón cuando se hizo eco de los lujosos apartamentos en los que había acomodado a la bailarina, manteniéndose en los tabloides como el chisme de la época hasta que Cellier se esfumó por completo en 1877. No cabe duda de que las bailarinas románticas por excelencia fueron Marie Taglioni y Fanny Essler, y esta doble labor que se otorgaba a las danseuses de la Ópera también terminó afectando a las joyas de la corona. “De la misma forma en que la Sallé y la Camargo habían sido rivales en el favor del público un siglo antes, Taglioni y Essler iban a convertirse en el paradigma de la dualidad romántica en sus dos vertientes terrena y espiritual” (Abad Carlés, 2012, p. 93). De hecho, Gautier les atribuyó los títulos de “la cristiana” y “la pagana” a Taglioni y a Essler respectivamente haciendo referencia a la elegancia y a la delicadeza con la que Taglioni interpretaba sus coreografías, en contraposición a la sensualidad y el carácter que derrochaba Essler. Es sabido que Fanny Essler fue la amante del príncipe Leopoldo de Salerno con quién llegó a tener un hijo a la edad de 17 años, al cual se puso en acogida para que la bailarina pudiera continuar con su carrera artística. Sin embargo, Taglioni siempre intentó mantener en privado sus relaciones personales, no obstante, la prensa comenzó a conjeturar entorno a algunas de las posesiones de la bailarina como las joyas que lucía, los carruajes en los que viajaba y el palacete que poseía a orillas del Lago Como en Italia, relacionando todo ello con una posible vida oculta como cortesana en la Ópera.

RETRATANDO EL HORROR

Durante este periodo, la capital francesa atrajo a multitud de artistas interesados en conocer y retratar la noche parisina, así como la teatralidad de sus prostitutas. La prostitución se transformó en un tema central dentro del arte francés. Cézanne, Manet y Toulouse-Lautrec, entre otros, fueron los encargados de plasmar en sus lienzos un oficio que se encontraba en auge dentro de la sociedad francesa del siglo XIX. A su vez, fueron varias las novelas publicadas girando entorno a la figura de la prostituta como son los casos de Splendeurs et misères de courtisanes escrita por Balzac en 1838, La dame aux camélias de Alejandro Dumas y publicada en 1848, La fille Élisa de Goncourt (1877) o Nana de Émile Zola (1880). 

Edgar Degas, quién podría decirse que fue uno de los padres del impresionismo, era un ermitaño solitario enamorado de la vida moderna. Convirtió a la ciudad de París en su lienzo y llegó a crear más de 1.500 obras entre las que destacan principalmente sus representaciones de las carreras de caballos, las bailarinas de la Ópera y los burdeles, estos dos últimos sin mucha distinción entre ellos. Degas conocía mejor que nadie la tórrida realidad de la Ópera de París y se aseguró de que sus amigos los suscriptores pudieran colarlo generosamente entre las bambalinas del Palais Garnier e incluso dentro de la Foyer de la Danse. No existe documentación alguna que consiga demostrar si Degas abusó o no de las bailarinas al igual que lo hacían asiduamente sus colegas, sin embargo, resulta curioso que el pintor nunca retratara a bailarines masculinos y que, a su vez, sintiera tanta fascinación por las bailarinas un hombre que no llegó a contraer matrimonio, ni tuvo ninguna amante conocida, ni hijos reconocidos. De hecho, Emilie Bernard realizó comentarios sugiriendo la impotencia del pintor y el propio Manet aseguraba que era incapaz de amar a ninguna mujer o de ni siquiera intentar abordarla (Bladé, 2020). Incluso Vincent Van Gogh escribió textualmente en una carta dirigida a Bernard: “A él no le gustan las mujeres, sabe que, si le gustaran o si se las follara demasiado, se enfermaría cerebralmente y no tendría esperanzas en la pintura” (Bailey, 2020). La ausencia de relaciones públicamente conocidas aunada a la obsesión que profería hacia las bailarinas de la Ópera, ha provocado que no sean pocos lo que insinúan que Degas tenía algún tipo de fetiche perturbador que únicamente podía saciarse por medio de la visión. 

En 1870, la danza irrumpió en su arte para estar presente hasta el final de sus días. Degas provenía de una acomodada familia y entre los muchos entretenimientos que París lograba ofrecer a la gente pudiente, el ballet fue su favorito. Podía llegar a presenciar una misma obra varias veces e incluso solicitó permiso por escrito para asistir a los exámenes de las bailarinas (Bladé, 2020). Experimentó pictóricamente hasta la esquilma, retratando a sus personajes en multitud de ubicaciones, desde numerosos ángulos, buscando originalidad, pero a su vez naturalidad en las poses de las bailarinas y estampando sus creaciones al pastel sobre cartón, al óleo sobre tabla e incluso con tiza. A primera vista, puede parecer que los cuadros de Degas en los que representa a las bailarinas de la Ópera durante los recitales, las clases de danza o en sus pequeños momentos de descanso, buscan congelar el movimiento de las danseuses y exhibir la belleza incondicional del arte que obsesionó al pintor hasta el punto de producir más de 200 obras tomando la danza como protagonista. Sin embargo, la obra del francés refleja con una brillante sutileza la triste realidad de las bailarinas del siglo XIX. Son muchos los cuadros en los que se pueden hallar ligeramente escondidas, y en ocasiones no tan escondidas, a unas pequeñas figuras ataviadas con trajes negros, en el lateral del estudio o incluso detrás de una cortina. Degas no dudó en hacer participes de sus creaciones a los abonnés. “Degas a menudo retrataba a los señores con sombrero de copa, probablemente miembros del notorio Jockey Club, quienes tenían un acceso privilegiado a las bambalinas de la Ópera” (Bernheimer, 1987, p. 159).

Al igual que le ocurrió a Miguel Ángel y a Mantegna, Degas estaba fascinado por la capacidad que posee el ser humano para tolerar con firmeza el sufrimiento y la tortura. “La cualidad humana que más admiraba Degas era la resistencia” (Berger, 2011). Sus obras están cargadas de tinieblas, la oscuridad de sus cuadros a menudo no corresponde a ninguna sombra lógica. Lejos de transmitir ese sentimiento de pasión por su trabajo que tanto suele caracterizar a los bailarines, Degas representa a jóvenes catatónicas con una fuerte expresión de cansancio, incluso de aburrimiento y a menudo distraídas. El que fuera director del Louvre y del Musée d´Orsay, Henri Loyrette, llegó a afirmar que encontraba una cierta sensación fantasmagórica en las obras del pintor (AFP, 2019). La obra de Degas, quién siempre sintió un profundo respeto y una fuerte admiración hacia las bailarinas, no sólo por el desmesurado esfuerzo y sacrificio que requiere su profesión, sino también por la dureza con la que se presentaban en cada ensayo a pesar de la hostilidad y los abusos de los que fueron víctimas; constituye una denuncia pictórica ante un hecho que toda la sociedad francesa de la época pretendía ignorar, si es que no se aprovechaban del mismo.

Ilustración 2. Edgar Degas. Petite danseuse de quatorze ans. Entre 1921 et 1931. Statue en bronze patiné, tutu en tulle, ruban de satin, socle en bois. H. 98,0 ; L. 35,2 ; P. 24,5 cm. 1930 © Musée d’Orsay, Dist. RMN-Grand Palais 
Edgar Degas. Petite danseuse de quatorze ans. Entre 1921 et 1931. Musée d’Orsay, Dist. RMN-Grand Palais. ©Stéphane Mahot

LA HIJA DE DEGAS

En 1881, se daría un momento sin precedentes en la carrera de Degas. El artista decidió exponer una escultura con motivo del Salón de los Impresionistas, siendo no sólo la única vez que presentaría una escultura, sino que también sería la última ocasión, mientras él viviese, en la que el público podría contemplar a La petite danseuse de quatorze ans. Degas comenzó a sufrir alteraciones en su capacidad visual, lo cual perjudicaba a su pintura, por lo que se introdujo en una empresa que buscaba crear arte por medio del tacto. “Me he dado cuenta de que, para lograr una exactitud tan perfecta que pueda dar la sensación de vida, es necesario recurrir a las tres dimensiones”, afirmó (Serena, 8 de diciembre de 2017). Demoró dos años en terminar de confeccionar y esculpir una escultura de cera que medía casi un metro de alto y que vistió con un tutú de algodón y seda, un corpiño de tela y zapatillas de lino, incluyéndole a su vez pelo real que se recogería en una coleta baja sujeta por un gran lazo de seda (Fernández, 2020).  Esta pequeña bailarina de catorce años fue una de las petite rats de la Ópera, Marie Van Goethem. Hija de una lavandera y de un sastre de origen belga que se trasladaron a París para intentar huir de la miseria, Marie provenía de una familia tan pobre como desestructurada. Su padre las abandonó y dejó a su madre al cuidado de tres niñas, siendo Marie la mediana de las hermanas. Después de mudarse en numerosas ocasiones, lo cual manifiesta una cierta inestabilidad económica, la familia se estableció en el distrito de Notre-Dame-de-Lorette, una zona conocida por la delincuencia y la prostitución debido a las severas condiciones de degradación social. La madre de las niñas se vio obligada a desempeñar el oficio más viejo del mundo para poder mantener a sus hijas y las introdujo en la Escuela de la Ópera con la intención de que ellas también pudieran contribuir económicamente. En 1879, Marie Van Goethem comenzaría a trabajar como modelo para Edgar Degas pudiendo sumar un pequeño incentivo extra a su economía. El artista realizó 26 estudios para trabajar los detalles del personaje que después convertiría en una obra maestra, dibujándola tanto con su tutú como completamente desnuda. 

La Petite Danseuse de Quatorze Ans supone un trabajo verdaderamente ambicioso para haber sido la primera escultura del artista. En una primera instancia, llama la atención la postura en la que el francés decidió esculpir a su pequeña creación. Una cuarta posición de pies un tanto irregular debido a la exagerada apertura de las piernas y la falta de precisión técnica. Todo el peso corporal recae en la pierna trasera mientras que las manos se encuentran entrelazadas en la parte posterior del cuerpo. Resulta extraño que un pintor que había logrado retratar en sus cuadros posiciones tan complicadas como pueden ser un attitude o un arabesque perfectamente alineado, se decantara por una cuarta posición no demasiado precisa. Sin embargo, en algunas de las obras de Degas, aparecen bailarinas en una posición similar a la de La petite danseuse de quatorze ans, por lo que quizás esta colocación fuese bastante común entre las bailarinas durante sus clases a modo de descanso. Lo verdaderamente característico de esta escultura se encuentra en las facciones de la cara, así como en la expresión desafiante y un tanto insolente. La cara mantiene la barbilla ligeramente elevada y los ojos están casi cerrados, como si la niña estuviera perdida entre sus propios pensamientos, por lo que no parece la actitud a la que se acostumbra a ver a los bailarines: atentos, apasionados, concentrados. “El animal femenino especializado, esclavo de la danza”, es lo que Paul Valéry concluyó que Degas buscaba representar en esta escultura (Serena, 8 de diciembre de 2017). Degas se podría haber decantado por una primera bailarina y esculpirla en un talante glorioso y lleno de gracia haciendo alusión a la grandiosidad que refleja el ballet clásico, no obstante, escogió a una niña de dudosa reputación, con rasgos poco agraciados y perteneciente a la categoría más baja de la Ópera para materializarla en una actitud tan natural como representativa de la realidad en la que se encontraba.        

Todo el país quedó conmocionado ante la escultura de Degas y los posicionamientos de la crítica se mantuvieron en los extremos, algunos la amaban y otros la odiaban por completo. El artista fue acusado de bestializar a la bailarina y de dotarla con rasgos indígenas los cuales se llegaron a comparar con las facciones de un mono insinuando que la escultura contaba con un cráneo primitivo que la afeaba, a lo que contribuyó el que la escultura fuera presentada dentro de una campana de cristal como si de un animal salvaje se tratara. De hecho, la crítica sugirió incluso que la obra debía enviarse al New Medical Museum of Paris. “No pido que el arte sea siempre elegante, pero no creo que su función sea defender la fealdad”, escribió la crítica de arte Elie de Mont para La Civilisation. “Quizás peor que fea, la pequeña bailarina fue vista como inmoral, encarnando todo el vicio de su clase y profesión” (Deirdre, 2006, p. 64).       

Edgar Degas no volvió a exponer a La Petite Danseuse de Quatorze Ans, y la ocultó en su taller refiriéndose a ella como su hija, a la que buscaba proteger de la hostilidad y el odio que habían conseguido despertar esos 98 centímetros de cera. Tras la muerte del artista en 1917, el artesano Hebrard en 1922, halló en su taller alrededor de 150 esculturas entre las que se encontraba la pequeña bailarina. Después de fabricar un molde de yeso, realizó más de una veintena de copias en bronce de La petite danseuse de quatorze ans, las cuales se encuentran repartidas entre colecciones privadas y los más prestigiosos museos del mundo, mientras que la escultura original está conservada en la Galería Nacional de Washington D.C. A pesar de las críticas de la época, las reproducciones de la figura han conseguido subastarse por cantidades millonarias. La bailarina de carne y hueso, Marie Van Goethem, fue despedida de la Ópera en 1882 por absentismo, consecuencia de todas las citas que había concertado con Degas para trabajar en su escultura. Tiempo después, se sumergió en la prostitución siguiendo los pasos de su madre y fue vista en locales de mala reputación como The Black Cat, frecuentado por artistas, bailarinas y prostitutas. Su historia es tan solo un ejemplo más de la difícil hazaña que suponía ascender socialmente durante el siglo XIX, así como de la poca probabilidad que había en conseguirlo.

CONCLUSIONES

La danza clásica es una disciplina generalmente atribuida al género femenino. Sin embargo, parece que la bailarina únicamente supone la encarnación de un títere manipulado por la mano del patriarcado. Se la concibe como a una mujer sumergida en el cuento de hadas que cualquier niña desearía vivir, no obstante, por encima de ella se mantiene la hegemonía masculina que durante generaciones ha logrado oprimirla cuando no la convertía en víctima de sus abusos como fue la realidad de las petite rats. Durante décadas, la Ópera de París fue testigo de cómo cientos de hombres adinerados se aprovechaban de la vulnerabilidad mujeres y, principalmente, de multitud de niñas, beneficiando a su vez a los altos cargos de la institución. La sociedad francesa del siglo XIX se encontraba sumida en el auge de la prostitución y consiguió arrastrar consigo a las más paupérrimas niñas bajo la promesa de un futuro en la Ópera como bailarinas de primer nivel. No obstante, los abusos a los que serían sometidas por parte de las figuras masculinas pertenecientes a la casta dominante suponían tan sólo la letra pequeña del contrato que todo el mundo ignoraba. Incluso el lavado de cara efectuado por la Ópera a comienzos del siglo XX, el cual podría parecer que supone un cambio de conciencia y un cierto arrepentimiento en cuanto a sus conductas machistas, fue llevado a cabo únicamente para restaurar su propia reputación, no para intentar salvaguardar sus malos actos para con las bailarinas, de haber sido así, la Ópera no habría repudiado durante los inicios del pasado siglo a todas aquellas bailarinas que aún continuaban practicando la prostitución, llegando incluso a despedirlas, así como a despreciarlas hipócritamente por continuar ejerciendo el oficio que la propia institución las obligó a practicar. Al mismo tiempo, resulta curioso cómo la prostituta se convirtió en la figura central de multitud de obras artísticas, tanto literarias como pictóricas y, sin embargo, el ballet consiguió convertir a la mayor representante de esta forma de arte en una prostituta más.

Por otro lado, el acercamiento de Edgar Degas hacia las bailarinas, lejos de convertirlo en otro depravado más, no llegó a atravesar nunca el límite de un sentimiento de paternalismo benevolente, o al menos no hay evidencias de ello. Fue un fuerte defensor en cuanto a exponer la realidad social sin ningún tipo de retoque o adorno, pero siempre de un modo tan sutil que se podía extraer una cierta belleza hasta de sus más perturbadoras obras. Para la sociedad parisina de la segunda mitad del siglo XIX, La petite danseuse de quatorze ans supuso un golpe de realidad tan extremo que, siendo muchos los que no estuvieron preparados para afrontarlo, hubo otros que tampoco fueron capaces de asumirlo. Es por ello que, quizás, el rechazo a la escultura estuviese propiciado por la negativa social en cuanto a la tórrida realidad que se vivía entre los bastidores de la Ópera en tanto que una petite rat no podía ser comparada con una bailarina cortesana de primer nivel, sino que era percibida como un ejemplo más de todo el vicio que rodeaba a las clases más bajas para contribuir así al agravio de la brecha entre clases. Quizás, el hecho de que Degas se preocupara en puntualizar que su musa tenía únicamente catorce años fuera su manera de sacudir conciencias al dejar constancia de que se trataba tan solo de una niña pequeña, pero ya perdida ante los ojos de un mundo hostil. 

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